Durante mucho tiempo compré la idea de que ser fuerte era equivalente a mostrarse invulnerable. Y que ser vulnerado (por ofensas, por acción, por omisión e, incluso, por amor) era un desembarco directo al mar de las desgracias. Para sobrevivir en el mundo de los débiles que dudan, que lloran, que pierden la cabeza, que sufren a la vista de todos, había que armarse de gruesas capas de insensibilidad y autocontrol. Una lección pésimamente aprendida que la vida no tardaría en desbaratar de mi mente y, sobretodo, de mi cuerpo y de mi corazón. Porque las ideas erróneas chocan, tarde o temprano, con la fragilidad sabia en la que transcurre la vida. Y si uno se empecina en seguir en puntas de pie dentro de esa torre de estoicismo sostenido, bastará un mínimo soplido o una flecha lanzada desde una mano certera para que ese mamotreto artificial que uno tardó tantos años en construir sea derribado en un instante.
Da miedo sentir. Es mejor protegerse del caos en el que circulan las emociones con razonamientos, especulaciones, excusas, defensas... Y más miedo da apasionarse, lanzarse de lleno, aventurarse... uno puede caer al vacío, como Alicia, y no encontrar nunca el camino de regreso. Pero, ¿el regreso adonde? ¿Al lugar inerte en el que uno mantiene las perillas de la consola del vivir en un justo y discreto medio? ¿A la zona conocida del confort que ya no es tan confortable? ¿A las viejas trincheras de las formas y los pareceres, donde circulan los rebaños y pastan, no los mansos, sino los sumisos?
Quien se atreve a desnudarse emocionalmente frente a otros toma riesgos y se expone a ser herido. Quien convida a otros del vino de su verdad y del pan de su historia invita a un festín que tal vez no todos valoren. Ese es el precio de salir del capullo oscuro y estrecho de la seguridad, donde, es verdad, las balas no llegan. Pero tampoco la música. Ni la danza. Ni el éxtasis. Y uno se queda sin el premio que sobreviene naturalmente a quien emerge del escondite con coraje: un inmenso par de alas.
Victoria Branca
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