![](https://static.wixstatic.com/media/17cbd1_ac9a096a85204eaebf48efd32f799644~mv2.jpg/v1/fill/w_500,h_505,al_c,q_80,enc_auto/17cbd1_ac9a096a85204eaebf48efd32f799644~mv2.jpg)
Existe una zona sagrada en cada persona.
Un territorio bendecido. Un tesoro oculto a las miradas profanas y superficiales que resplandece sólo ante un corazón puro.
Y cuando digo puro me refiero a que no está escindido ni contaminado.
La prisa con que se desenvuelve la vida no permite acceder a este lugar fácilmente. Y muchas veces creemos que porque no lo vemos, no existe.
Pero lo añoramos.
Porque en el principio, antes de desdoblarnos en aspectos y multiplicarnos en facetas, habitábamos ese espacio como si fuese el único. Y su belleza nos habitaba hasta el resplandor.
Allí mora el alma.
Ese lugar secreto y sagrado acuna nuestra divinidad.
Recordar el camino que nos lleva de regreso hasta allí constituye un triunfo. Porque a medida que transitamos ese sendero algo en nosotros se restaura. Sana. Se unifica y se integra. Y el corazón vuelve a latir luminoso y entero. Y resuena con toda su voz el alma pródiga y exiliada.
Hoy nos cuesta reconocer esa zona sagrada en cada persona. Ganan los aspectos, los modos, las máscaras. Nos quedamos rezagados antes los mil y un disfraces con que arropamos nuestra desmemoria. Y dejamos que los demás sólo rocen al personaje que hemos construído.
Nuestra belleza, numinosa y serena, queda agazapada. Y lo que se expone a la mirada ajena es un fea copia, borroneada por la inautenticidad y la urgencia.
Pero la belleza fue hecha para resplandecer. Para irradiar. Para despertar a los corazones dormidos de su prolongado letargo. Para componer melodías y cánticos de esperanza. Para acariciar las heridas y transformarlas.
Su soplo es suave y benigno. Trae de regreso las golondrinas y los poemas. Devuelve la sonrisa al cabizbajo y el deseo al corazón inerte.
Baña en sus aguas doradas los sueños forasteros y los convierte en peregrinos.
Victoria Branca
Comentários